SANTA MARÍA ATZOMPA, Oaxaca — Las manos de Ana Martínez se mueven con calma, como si danzaran a través del altar que construye flor a flor, vela por vela, para honrar a sus muertos.
Desde la terraza de su taller de cerámica en Santa María de Atzompa, en el estado de Oaxaca, la mexicana de 41 años continúa una tradición legada por sus antepasados. Cada 31 de octubre inicia su día montando este espacio y continúa por la noche, cuando acude al panteón para poner velas que iluminen el camino de sus difuntos.
Miles de mexicanos esperan la temporada anual de Día de Muertos porque, según sus creencias, los seres queridos que se han ido vuelven unas horas a compartir alimentos y dicha con ellos.
“Atzompa es un pueblo muy ancestral, guardamos la cultura de nuestros ancestros y por eso elaboramos nuestro altar”, dice Ana.
Primero son las flores. La oaxaqueña toma ramitos de cempasúchil que teje alrededor de un arco que se alza sobre los tres pisos de su ofrenda.
“Para nosotros ese arco significa el portal para que ellos (los difuntos) puedan llegar hasta nuestra casa”, explica. “También ponemos un caminito de flores hasta la puerta porque es una señal de que son bienvenidos”.
Después sigue el copal, un incienso compuesto de resinas que al encenderse desprende un aroma que, según se piensa, guía a los muertos hacia su hogar. Luego dispone alimentos como manzanas, maní y dulces de azúcar.
Cerca del pan de yema —un bollo del tamaño de un plato que tiene una figurita humana en el centro—, Ana coloca un cuenco redondo y especial: los chocolates que a su abuela le gustaba comer.
“Ella fue como mi madre, entonces todo lo que voy a ofrecer es esperando que ella pueda acompañarme en el altar”.
Para los oaxaqueños como Ana, en esta fecha no se honra a la muerte sino a los antepasados, explica el secretario de cultura estatal, Víctor Cata. “Es un culto a nuestros seres queridos, con quienes vivimos un tiempo y compartimos un techo, una casa, una comida; que fueron de carne y hueso al igual que nosotros”.
Las tradiciones de Atzompa se aprenden desde la niñez y se transmiten de padres a hijos. En el hogar de Ana, su pequeña de ocho años pregunta emocionada si puede ayudar a acomodar la fruta del altar y su madre le asigna otra tarea importante: cuidar que las velas se mantengan encendidas por la tarde para que sus difuntos no pierdan el camino.
El valor de los cirios es trascendental en esta comunidad en la que el cementerio local se cubre de fuego sobre las tumbas con la partida del sol. Siguiendo esta tradición, localmente conocida como “vela” o “alumbramiento”, decenas de familias pasan la noche junto a sus difuntos.
“Ellos van a venir a nuestras casas con esa luz que les vamos a ir a poner toda la noche”, dice Ana.
Algunos oaxaqueños llegan al panteón desde temprano. María Martínez, de 58 años, empezó a colocar flores de cempasúchil sobre las tumbas de sus suegros y su marido desde el mediodía. “Yo sí siento que hoy regresan pero creo que están con uno diario, no sólo en esta fecha”, dice.
Cuenta que su marido falleció hace tres años y todos los días extraña aquel tiempo en el que estaban juntos. “A él le gusta el mole y el caldo de res. Todo se lo preparo”.
A sólo unos pasos está Juan Manuel Gutiérrez, quien visita la tumba que en 2011 cavó para su papá. Él llegó temprano para colocar algunas flores y velas, pero sus siete hermanos vendrán más tarde hasta cubrir la tierra, dice el oaxaqueño de 49.
Las tradiciones que los distintos pueblos oaxaqueños preservan para recordar a sus muertos varían porque en el estado conviven 16 grupos indígenas y el pueblo afro, pero según el secretario Cata se comparte una noción relacionada con la tierra.
“En octubre y noviembre es la época de sequía, donde la tierra va languideciendo”, explica. “Pero es algo que vuelve a nacer, entonces hay este pensamiento de que los muertos vuelven, que están aquí con nosotros en nuestros altares, donde colocamos todo lo que les gustó”.
Felipe Juárez suelta una carcajada cuando recuerda el rincón del altar que puso en honor a su hermano. A él le gustaba el mezcalito y la cervecita, dice, así que le dejó unas botellas antes de salir al panteón.
“Son ocho tumbas que vengo a visitar. La de mi papá, mi mamá y de mis hermanos. Todos mis hermanos ya se fueron”, dice el oaxaqueño de 67 años.
Él y su familia pasarán la noche en el cementerio, con buen ánimo y platos típicos —mole y tamales— esperando en casa para desayunar cuando vuelvan a las seis de la mañana. No será una vigilia triste, sino feliz, dice Felipe.
“El día que nosotros vayamos a morir, vamos a encontrarnos con ellos, vamos a llegar a ese lugar a donde ellos han llegado a descansar”.